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Columna
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El inevitable banquete de consecuencias

La confusión aumenta porque nadie tiene una idea clara de lo que sucede a continuación de las elecciones catalanas de este domingo

Soledad Gallego-Díaz

El resultado de las elecciones catalanas será difícil de interpretar. Habrá que estar atentos, primero, al vencedor en términos de elecciones autonómicas (escaños), pero también al recuento en términos de plebiscito (votos). Segundo, al análisis del reparto territorial del voto y la comprobación de si existe fractura dentro de la sociedad catalana. Tercero, a los pasos siguientes, que no son evidentes; la elección de president necesitará, según las encuestas previas, apoyo parlamentario ajeno. Y cuarto, habrá que esperar y ver cómo se relaciona ese resultado con el de las elecciones generales que se celebrarán dentro de 80 días.

La confusión aumenta porque nadie tiene una idea clara de lo que sucede a continuación. ¿Quienes votan a favor de los independentistas esperan que se sustituya en menos de 18 meses a buena parte del actual sistema judicial por un nuevo cuerpo de magistrados reclutados entre abogados en ejercicio en los principales bufetes de Cataluña? ¿Quienes votan en contra de los secesionistas esperan que se cierre esta etapa y todo se olvide? Ni una cosa ni la otra. Los sondeos indican que hay una fuerte corriente a favor de una negociación posterior, pero que unos creen que la mejor manera de negociar es llegar con una declaración previa de independencia en la mano y los otros, que, precisamente en ese caso, se impide la negociación.

Lo que quienes acuden a las urnas deberían tener presente es que, como bien decía el elegante escocés Robert Louis Stevenson, “todo el mundo se sienta, antes o después, ante un banquete de consecuencias”. Y si algo debimos aprender en el siglo XX es que cuanto más perfecta (y pretendidamente unívoca) es la respuesta a un problema político, más desagradables son esas consecuencias.

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Así que lo mejor sería no encarar estas elecciones como algo definitivo, en un sentido o en otro, a fin de evitar ese inmediato banquete. En el fondo, si existe drama, no se producirá en Cataluña, donde un ciudadano se puede sentir catalán y español o solo catalán, sino en España, donde no se puede ser español sin Cataluña. Pero, sin llegar al drama (una pieza literaria que, curiosamente, requiere exclusivamente diálogo), es evidente que se trata de unas elecciones que no se pueden afrontar con ligereza. Entre otras cosas, porque como afirma uno de los mayores especialistas europeos en procesos de desintegración, el sociólogo búlgaro Iván Krastev, en los procesos de ruptura no siempre deciden las mayorías, sino minorías activas.

En cualquier caso, se puede votar a favor del secesionismo por distintos motivos y no solo por las cuentas de coste/beneficio que tanto han abundado en esta campaña. Seguramente, hay otros argumentos de índole sentimental. El único motivo que no debería esgrimirse nunca es que ayuda a resolver injusticias. El nacionalismo, tituló The Guardian con ocasión del referéndum escocés, jamás fue la respuesta a la injusticia social. Quienes, reconociéndose de izquierda, apoyan la candidatura de Artur Mas, con el argumento de que es el único capaz de conseguir la independencia, deberían pensar qué juicio les merecería un madrileño que, confesándose de izquierdas, votara a Mariano Rajoy y al PP, con el argumento de impedir esa secesión. Sepan, valoren, que eso, hoy, es imposible de imaginar en este lado de la izquierda. Quizás el domingo por la noche convenga recordar los versos de Jaime Gil de Biedma: “Aunque la noche, conmigo, / no la duermas ya, / sólo el azar nos dirá / si es definitivo. / Que aunque el gusto nunca más / vuelve a ser el mismo, / en la vida los olvidos /no suelen durar”. solg@elpais.es

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